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Ropa y Calzado Tecnico Suizo

Abriendo nuevos caminos en el Cáucaso

Kirra Balmanno dedica su vida a los retos. Pocas personas tienen lo necesario para llegar a ser veterinarios. Y mucho menos ganar ultra-maratones a gran altitud. Sin embargo, Kirra puede incluir ambos logros en su CV. Cuando fue el momento de descubrir los salvajes senderos del Cáucaso de Georgia, solo había una mujer ideal para esa labor. Este es el relato en primera persona de su aventura.

Nos sentamos sobre dos rocas similares, conteníamos la respiración con la esperanza de que la luz del sol se deslizara a través de las nubes y nos ofreciera un espectacular amanecer sobre el monte Kazbek, que se elevaba inmóvil al fondo. Un perro de la zona nos había seguido hasta el mirador y parecía reflejar nuestro entusiasmo y cansancio mientras los tres contemplábamos en dirección al Este. Cada pocos minutos, un disimulado bostezo de uno de nosotros ponía en marcha a los demás. No había visto a mi fotógrafo tan relajado en presencia de un perro desde que aterrizamos en Georgia. 

El cansancio acumulado por una mala noche de sueño a 3001m y una alarma antes del amanecer para captar la hora de oro nos hizo sentarnos allí tranquilos y satisfechos, como el propio volcán. Habíamos corrido de Omalo a Kazbegi. Un recorrido de diez días para excursionistas que habíamos programado correr en tres días, incluyendo la sesión de fotos por el camino. Ya habíamos llegado a la mitad del viaje. En total, el recorrido alcanzaría los 335 km (208 millas) con más de 20 000 m (más de 68 000 pies) de desnivel en once días de carrera. El ejemplo perfecto de una experiencia que solo se puede apreciar después de haberla vivido. 

No fue el amanecer más espectacular, aunque estábamos en un lugar realmente espectacular. Pero las buenas aventuras a menudo se alejan del plan, especialmente cuando vas en compañía de un fotógrafo en una aventura de montaña a pie a través de la naturaleza del Cáucaso. Las imágenes de la puesta de sol las reservábamos para los días en que no podríamos disfrutar del calor de la cama hasta el anochecer. El amanecer no era un aspecto que entendieran nuestros anfitriones georgianos. El desayuno no iba a llegar hasta las 8 de la mañana, pero valía la pena la espera.  

Las nubes oscuras que rodeaban la cima del monte Kazbek a 5033m como tiburones hambrientos se habían disipado y brindaban la oportunidad de correr hasta el glaciar y volver a tiempo para coger un Marshrutka (un taxi colectivo georgiano) a Tbilisi. 

¿Qué estábamos haciendo? Buena pregunta. Me pregunté lo mismo varias veces durante nuestras carreras diarias de una media de 40km.  

En los últimos años, los viajes como este se han convertido en una tradición anual para mí. Me estreso y siento la necesidad de regresar a lo fundamental. «Comer. Dormir. Correr. Repetir» es un buen mantra. El agradecimiento se maximiza, el estrés se minimiza y la creatividad despierta. Me pierdo en los valles, sola en los puertos de alta montaña y entro en calor en los recónditos pueblos donde los lugareños sirven té caliente y reciben a los foráneos como viejos amigos.   

Las exigencias físicas extremas a las que se somete al cuerpo al correr a grandes altitudes y recorriendo distancias inimaginables en condiciones lejos de ser las ideales, suscitan una mirada introspectiva.   

Es una forma de desafiar tus propios límites y de crear espacio para el descubrimiento interior y la expansión de tu ser consciente. El entorno montañoso es beneficioso, si no vital, para este proceso. Su pura majestuosidad, su presencia real, nos sirve de fundamento y nos abre los ojos de una manera en la que muy pocas cosas consiguen hacerlo. 

"The extreme physical demands placed on the body by running high altitudes and unimaginable distances in less-than-luxury conditions causes an introspective shift."


It’s a way to defy one’s own limits and creates space for inner discovery and mindful expansion. Mountain surroundings are beneficial, if not vital, for this process. Their raw majesty, their regal presence, grounds us and opens our eyes in a way that little else can.

Hace más de un año, cuando planeaba meticulosamente esta ruta durante las pausas para comer, había pensado que sería una buena idea ir a un sitio nuevo. Correr montaña arriba y atravesar puertos que superasen los 3500 m de altitud. Principalmente senderos individuales; no los que se encuentran en los Alpes, sino los caminos sinuosos, rocosos, a menudo erosionados y expuestos, con la víbora de turno deslizándose fuera de ellos (eso tampoco fue un momento de relax para el pobre cámara). Por no hablar de las partes del camino que conducen a las «plantaciones» de ortigas. Un dato curioso: si te pica mucho una ortiga, te desmayas o te pasas una noche entera sin dormir. No existe un límite máximo. Otro dato curioso: puedes cocinar las hojas de ortiga y ponerlas en la pizza, que es exactamente lo que voy a hacer en cuanto llegue a casa.  

Esta aventura fue una oportunidad de descubrir sobre nosotros mismos y sobre una parte del mundo totalmente nueva para nosotros, en realidad para los corredores de trail. Después de hablar con David, mi contacto en la comunidad local georgiana de trail running (unos de los diez miembros), se trataba de un territorio totalmente nuevo para los corredores. Fue real y auténtico y sí, a veces difícil. Correr por varios puertos de montaña llevando todo nuestro equipo de grabación, la comida y todo lo que necesitábamos para un largo viaje a través de las tierras vírgenes que se elevaban. Siempre en alerta, listos para sacar nuestros palos en cualquier momento para evitar la ferocidad de los perros pastores georgianos de 90 kg cuando fuera necesario, algo que sucedió más de dos veces. David mencionó antes de salir de la capital del país, Tbilisi, que su compañera, Beka, lleva fuegos artificiales para protegerse. «¡Funcionan de maravilla!» Curiosamente, no habíamos pensado en llevarnos material pirotécnico...

Dejando de lado los pueblos y las carreteras, podíamos correr todo el día sin ver apenas un rastro de humanidad. Ante nosotros solo estaba el sinuoso y estrecho sendero y ocasionalmente una torre medieval torcida, vieja y solitaria en la lejanía de la ladera de la colina. Estas torres que datan de entre los siglos IX y XII se utilizaban antiguamente para vigilar a los ladrones y a los imperios invasores. No esconden su edad. Algunas están medio de pie con un montón de escombros en la base. Otras dan la impresión de que sucumbirán a la gravedad y se derrumbarán en cualquier momento. 

Esto era exactamente lo que quería cuando me imaginé corriendo hacia las profundidades del Cáucaso. Lejos de las cuidadas laderas de las montañas y de los cencerros de la civilización de los Alpes. Aquí se disolvió la familiaridad y cada día traía consigo nuevos puntos de vista, risas, amistades y desafíos. 

La aventura comenzó en Tbilisi. El primer día dejamos atrás la ciudad con un viaje de ocho horas por caminos de tierra que serpenteaban por empinadas laderas de montañas hasta nuestro punto de partida en Omalo. Cuando llega octubre, estas aldeas están completamente desiertas hasta que la nieve de los puertos se derrite, y es cuando se pueden reparar los daños producidos por los deslizamientos de tierra en la única carretera de acceso, y los lugareños pueden regresar a casa.  

En el camino adelantamos a una docena de Mitsubishis Delica, el símbolo extraoficial de las carreteras del Cáucaso, que desafiaban las leyes de la física a medida que ascendían por carreteras serpenteantes con pendientes imposibles. 

Los monumentos al borde de la carretera salpicaban el camino. En lugar de ramos de flores, se congregaban fotos antiguas de personas que habían perdido la vida en ese infame camino, junto con botellas de plástico de tres litros de cerveza y botellas de Chacha, un licor de destilación casera. Eran recordatorios de que estábamos en Georgia, a pesar de que los paisajes casi nos hicieron creer que no habíamos abandonado los Alpes. 

De vez en cuando veíamos un par de halcones planeando románticamente en el aire, cuyo primer avistamiento dejó a mi cámara (y fotógrafo) austriaco, Lukas, con un bulto de equipaje menos. La conexión con el dron se perdió para siempre. Se especuló que los halcones lo sacaron del cielo para desaparecer en las exuberantes profundidades del valle que había debajo. Por lo demás, la vida silvestre se mostró tímida. El Alto Cáucaso es el hogar de osos, leopardos y lobos, pero no lo sabrías.

Nuestro conductor nos dejó en nuestro destino antes de dar la vuelta dejando una nube de polvo. Por un momento nos quedamos ahí parados, sin nada más que las pequeñas mochilas con los que correríamos hasta Kazbegi, a unos 160 km (100 millas) de distancia. Abrí la chirriante puerta y caminé por el ecléctico jardín de nuestro hostal. Flores de color lila, eneldo y manzanos bordeaban el camino hacia una mesa bajo una sombrilla. En pocos minutos la mesa se llenó con generosos platos de sandía, galletas y café turco. Combustible para los días que teníamos por delante.  

El primer día fue el más rápido. Saltando por los senderos y maravillándome con la belleza de un paisaje que me recordaba a mi hogar en los Alpes suizos. Llegamos a nuestro destino objetivo justo después del mediodía, y pasamos la tarde disfrutando del sol, esperando a que los corredores de trail que venían en un Delica se unieran a nosotros. La ingenuidad no nos permitió darnos cuenta de que esa iba a ser la última vez que tuviésemos la oportunidad de «relajarnos».

Girevi está a pocos kilómetros de la frontera con Rusia. Miramos hacia una pequeña colina al norte cuando uno de los seis corredores de trail georgianos que se nos unieron el segundo día nos dijo: «Justo después de este puerto está Chechenia. Crúzalo y te llevarán directamente a la cárcel». Siendo extranjeros, probablemente nos liberarían en unos días. Si eres georgiano, puede que tardases unos años en salir. Ese pensamiento quedó merodeando en nuestras mentes mientras nos sentamos a la luz del atardecer esperando que el control fronterizo revisara nuestros pasaportes y nos permitiera continuar por el puerto de Atsunta. El ojo vigilante de un perro guardián del tamaño de un lobo se aseguró de que nadie hiciera un movimiento repentino. 

Georgia y Rusia siguen oficialmente en guerra y las fortalezas dispersas y en ruinas hacen difícil olvidar la sangrienta historia de la región. Sin embargo, la atmósfera sobre el terreno es segura y pacífica. En la segunda casa de familia nos recibieron con una cálida bienvenida y toda la familia pasó la tarde haciendo khinkali (empanadas rellenas de carne) para nosotros. Hay un dicho en Georgia: «Un invitado es un regalo de Dios». Estaba empezando a valorarlo.  

Nos ofrecieron raciones de comida propias de un ultra-maratón. Las mesas estaban llenas de platos de verduras cocidas, sopas, pan fresco, quesos caseros y uno de mis favoritos: pepino y tomate aderezados con una salsa de nueces trituradas. A menudo quedaba tan poco espacio que la montaña de mantequilla quedaba relegada a una silla vacía.  

La cocina no solo era sabrosa y deliciosa, sino que también curaba momentáneamente el apetito insaciable resultado de nuestros esfuerzos del día. Los días de hambre intensa pedían a gritos el khachapuri, una especialidad de pan con levadura relleno de queso bastante denso. Al llegar a Tiflis, solo pude con media rebanada. El décimo día me comía todo el plato.  

Además de la comida estaban las bebidas. Nunca había agua en la mesa, sin embargo, cada noche los lugareños insistían en compartir un poco de vino, cerveza y Chacha, que normalmente se sirve en botellas de Fanta reutilizadas. Ten cuidado. Una vez que has utilizado el vaso de chupito, se llena una y otra vez; así que, excepto en algunas ocasiones y para «abrazar completamente la cultura local», no nos atrevimos a tomar un primer sorbo.  

Una de estas excepciones fue compartir el supra (una fiesta georgiana) con los corredores de trail que también habían tomado la traicionera carretera de Tusheti para correr con nosotros. El segundo día salimos con un alegre grupo de nuevos amigos y con los estómagos llenos. En Suiza había cogido seis pares de las Cloudventure Peak para los compañeros, y las pusimos a prueba en suelo caucásico. Sobre rocas y a través de ríos, cuarenta kilómetros en altitudes vertiginosas. En lo alto del puerto del Atsunta (3400 m), David comentó en su tono siempre casual: «Mañana correrás hacia esas montañas». Me quedé boquiabierta mientras entrecerraba los ojos para enfocar en la distancia hacia los dos picos a los que señalaba. Solía trabajar como veterinaria en Folkestone, en la costa del sur de Inglaterra, y cuando el cielo de la mañana estaba despejado, podía ver a Francia, a más de 160 kilómetros (100 millas) a través del canal. Así de lejos se veía.

Los días siguientes fueron igual de increíbles. Nuestro equipo de trail se redujo a nosotros dos. Nuestro diálogo corriendo se repitió de la siguiente manera: el kilómetro que pita mi reloj, seguido de mi actualización para Lukas sobre lo lejos que habíamos llegado. Y su respuesta con un alegre «¡bien!» Nunca se quejó, ni siquiera en ese caluroso día en Svanetia donde pensé que podría haberlo matado. «Estoy exhausto» fueron las primeras y últimas palabras que me dijo esa noche. Me limité a darle más comida y a prepararle más té, esperando que volviera a la vida. Funcionó.

Al final de cada carrera, nos sentábamos a la mesa a deconstruir los pensamientos y acontecimientos del día. Antes del viaje, nos habíamos visto solo tres veces. Ahora estábamos juntos las 24 horas del día, los 7 días de la semana, con muchos momentos de «me alegro de que estés aquí» para los dos. No solo cuando ese perro del tamaño de un oso saltó sin más a nuestro lado de la valla en Kvemo Marghi, sino también en esos días realmente largos, cuando la risa y el «quatschen» (palabra alemana para describir una conversación donde se decen tonterías), eran tan importantes como el corazón y los pulmones para llevarnos a la cima.  

Otra excepción al pacto de «no Chacha» fue una estancia memorable en Zemo Marghi. Las instrucciones de David, que hizo la reserva para mí, fueron: «Cuando llegues al pueblo, pregunta por Murmon». Afortunadamente, de las doce casas que formaban el pueblo, supuse que solo un Murmon tenía un hostal. Encontramos al alegre anciano cortando leña frente a una casita rústica de dos pisos. Nos sonrió, murmurando algo sobre Russki. Le dijimos que no lo hablábamos y se rió mientras nos conducía a su propiedad y gritó «Saba», que resultó ser su hijo.  

Una bonita manada de vacas pastaba en el raro y descuidado césped. Las colmenas de abejas se alineaban donde el pasto linda con el bosque, en medio de un impresionante paisaje montañoso. Un perro ovejero movió la cola mientras yacía junto a una vieja bañera al lado de una mesa de madera. El ambiente era de paz y tranquilidad.  

Murmon nos hizo un gesto para que nos sentáramos y su hijo de nueve años salió caminando, con una amigable sonrisa, una cesta de pan y dos platos. Uno de queso, el otro de pepino. Hambrientos, como siempre, nos lo comimos todo. 

Cuando cayó la noche, Murmon salió con un foco y lo atornilló en algún lugar del árbol que estaba por encima de la mesa, mientras que Saba dejó hojas de papel de carnicería como mantel y arrancó páginas de un cuaderno para usarlas de servilletas. Estábamos ansiosos por ver cómo iba a ir todo: «Ojos agradecidos cuando las palabras no eran de utilidad». Sirvieron una deliciosa sopa, junto con mucho más pan y queso y —como puedes suponer— esa vieja botella de plástico llena de Chacha. Brindamos de la manera tradicional, sosteniendo nuestro vaso y entrelazando nuestro brazo alrededor del de nuestro vecino antes de beber el chupito, con cierto escalofrío por la intensidad del licor.

Lukas y yo nos miramos, con la aprensión en nuestros ojos de que esto podría complicarse, pero también con humor por lo largo y arduo que había sido nuestro día, solo para acabar aquí, sentados a esta mesa de jardín y cenando con los lugareños. Nos faltaba un idioma en común, pero teníamos una gran de conexión y alegría. Nuestros teléfonos se quedaron en la mochila. Habría sido descortés hacer esa horrible pregunta: «Disculpe, ¿hay wifi?" En cambio, jugamos al fútbol en el jardín y Saba nos mostró su arco y flecha tallados a mano.   

La mañana trajo consigo un cielo azul claro. Comenzamos el calentamiento corriendo despacio, despidiéndonos de nuestros nuevos amigos mientras se ponían bridas en los hombros, presumiblemente iban a buscar sus caballos. 

Cada día, superamos los desafíos más allá del dolor de cabeza del Chacha. Sobrevivimos a las rozaduras (yo no), a unos cinco días de «problemas· gastrointestinales (yo) y a esos perros del tamaño de un caballo. Mi brazo izquierdo se empezó a pelar debido a las quemaduras solares y nuestros cuerpos dejaron de termo-regularse. Nos sentábamos a la mesa a cenar con chaqueta mientras que otros se quejaban de que hacía calor. De vuelta en nuestro local de burritos en Innsbruck, recuerdo una duda sobre el viaje que le planteé a Lukas antes de partir. «No estoy segura de que esto sea lo suficientemente loco, Lukas». 

Cuando me desperté en la cama en el séptimo día, con los músculos de las piernas ardiendo, con esa sensación que te da al terminar un  ultra-maratón, y la piel ardiendo por haber estado a punto de ser tragada por un campo de ortigas, ese mismo día me pregunté, con poca confianza, si sería capaz de terminar lo que me propuse hacer. En ese momento me di cuenta de que se trataba de una verdadera aventura. El tipo de viaje que exige crecer para lograrlo. Tener eso en cuenta me dio las ganas de seguir adelante. 


La oportunidad de crecimiento es algo que no me gusta dejar pasar. Y si incluye running y montañas, aún mejor.

 

Todo se hizo más fácil después de esa epifanía en Nekra. Un recorrido más corto hasta la turística Mestia: solo 22 km (13,7 millas). Prácticamente un «día de descanso», con menos de 1600 m de desnivel. Había tiendas para abastecerse de unas provisiones, de tabletas de chocolate que eran cada vez más escasas. Una tormenta con truenos acabó refrescando el sofocante ambiente. Era como una metáfora del desafío que habíamos dejado atrás durante nuestro viaje y del tiempo que teníamos por delante para disfrutar. Y lo disfrutamos. Pisando charcos, brincando por senderos y parando para disfrutar de la luminosidad de la imponente pared del glaciar que emanaba desde el final del valle, justo enfrente de nosotros. ¡Maldita sea, la naturaleza es preciosa!

"Opportunity for growth is something I don’t like to pass up. And when there’s running and mountains involved, even better."


Everything became easier after that epiphany in Nakra. A shorter run into touristic Mestia – just 22 kilometres. Practically a “rest day” if you will, with less than 1600m of vertical ascent. There were shops to restock a dwindled chocolate bar supply.  A thunderstorm finally cooled the sultry air. Like symbolism to the challenges of our journey being behind us in the wake of more time for play. And play we did. Jumping in puddles, skipping over increasingly flowing trails and stopping to bask in the brightness of the massive glacial wall that emanated from the end of the valley, right in front of us. Damn, nature, you’re gorgeous!

No estaba planeado que ese último día de running terminara como la guinda del pastel (helado, en este caso), pero como todas las grandes aventuras, las cosas a menudo se desvían del plan inicial. Seguimos hasta la cima de otro puerto que nos dejó boquiabiertos. Cruzamos un gélido río que nacía de la cascada del glaciar que teníamos ante nosotros. Al norte, las gigantes placas de hielo que servían de telón de fondo, como si Rusia hubiera colocado un proyector para ocultar una verdad al otro lado. Parecía irreal.

Trazando la última vuelta en la curva y dejando atrás las vistas al glaciar, nos sentíamos como niños arrastrados por sus padres para salir de Disneyland. Hiperactivos por la emoción (y por los ositos de goma que compramos dos días antes), nos mostrábamos reacios a abandonar ese ambiente mágico. Sin embargo, había que hacer un trayecto en coche. El chófer iba a estar esperándonos a las 4 de la tarde para llevarnos de vuelta a la colorida capital. El punto de encuentro, Ushguli, es uno de los asentamientos habitados a mayor altitud de Europa. Mis sentimientos estaban divididos. No quería que la aventura terminara, pero necesitaba desesperadamente poner mi ropa en la lavadora... y tirar la apestosa gorra de Lukas a la basura. 

Mientras viajaba en el asiento trasero por esas sinuosas carreteras de montaña, llena de náuseas y de felicidad, recordé el poder de realizar esos viajes a lo desconocido. La desconexión creó conexiones. Las dificultades consiguieron que siguiese siendo una realidad. Ese rupestre sendero estrecho no solo me llevó a paisajes paradisíacos, sino a una mejor versión de mí misma. 

¿Deberías ir a Georgia?

Si la belleza cautivadora de los Alpes suizos te deja sin aliento y el dramatismo del Himalaya te pone la piel de gallina, sin duda Georgia es para ti. Quizás es mejor que no vayas si estás a dieta.  

¿Deberías correr en Georgia?

Sin duda. Type Two Run organiza una semana de trail running por una selección de estos senderos. ¡Únete al grupo de agosto de 2020! typetworun.com 

Cómo llegar:

No te pierdas la ecléctica y colorida capital Tbilisi. Ve en avión, en tren o reúne a algunos amigos y conducid hasta allí.  

Las cifras:

11 días de running en el Cáucaso - 335 km - con 20 430m de desnivel 

Itinerario de Kirra (Mis infinitos agradecimientos a David Jijelava y Beka Aslanishvili por sus consejos sobre la ruta y a Paul de Trans Caucasian Trail por la información actualizada sobre el tramo en Svanetia).

El itinerario

Día 1

Omalo-Girevi33,46 km/2084 m+

Día 2

Girevi-Shatili

40,24 km/2455 m+

Día 3

Shatili-Roshka

43,48 km/2969 m+ 

Día 4

Roshka-Kazbegi

43,64 km/1761 m+

Día 5

Kazbegi-Altihut 3001

10,85 km/1356 m+ 

Día 6

Altihut-Glaciar del monte Kazbek-Kazbegi

12,86 km/392 m+

Ver más arriba.

Viajamos básicamente, por el mismo camino para volver, y algunos más.  

Día 7

Día de descanso en Tbilisi + Calorías 

Día 8

Kvemo Marghi-Zemo Marghi

5 km/336 m+ caminata/carrera no incluida 

Día 9

Zemo Marghi-Nakra

32,01 km/2228 m+

Día 10

Nakra-Mezeer

40,62 km/2.825 m+

Día 11

Mezeer-Mestia

22,59 km/1538 m+

Día 12

Mestia-Adishi

26,13 km/1654 m+ 

Día 13

Adishi-Ushguli

30,01 km/1168 m+