

Antes del Maratón de Londres, la escritora, atleta y partner de On Lydia Keating, escribe un relato muy personal en el que analiza las lesiones y las señales físicas y emocionales que nos obligan a cambiar el rumbo.
Texto de Lydia Keating. Fotografía de Seung Lee.
Estoy sentada en una sala situada en la quinta planta de un rascacielos del Upper East Side. Hay al menos cuatro monitores encendidos emitiendo imágenes de distintos programas de televisión por cable. El volumen está bajo en todos ellos, y un murmullo incoherente llena la estancia. El único sonido que se escucha con nitidez es la voz de la recepcionista cada vez que entra alguien nuevo. “¿Nombre?” y “Toma asiento” es prácticamente lo único que dice.
La sala recibe el nombre de Centro de Tratamiento del Dolor. Sé que no es el lugar más adecuado para mí, pero si espero a un especialista en medicina deportiva o un cirujano ortopédico, es posible que pase al menos otro mes hasta que consiga cita. Una mujer mayor con bastón se sienta a poca distancia de mí. Estoy mirando fijamente el suelo enmoquetado cuando una pastillita blanca rueda hacia mí.
“Cielo”, dice la mujer. Al levantar la vista veo que sonríe, pero en su frente se dibuja un gesto de preocupación. “¿Me lo coges, por favor?”, me pregunta. “Se me ha caído y no me puedo agachar tanto”. “Sí, cómo no”, respondo, y me levanto y recojo la pastilla del suelo. Ella alarga el brazo y me sonríe de nuevo cuando se la doy. Veo unas líneas profundas en las palmas de sus manos, como las que mis amigas del instituto recorrían con el dedo en los recreos para leerme el futuro (vas a vivir bastante tiempo, vas a ser rica, vas a ser muy sabia en el futuro...).
“Estas son mis pastillas mágicas”, dice al ponerse una sobre la lengua, que brilla por el efecto de la saliva bajo los focos fluorescentes. Da un trago a una botella de agua de plástico casi vacía y bastante machacada y prosigue: “Así las llamo yo, me quitan todos los dolores como por arte de magia”.
Vuelvo a sentarme y sigo rellenando el cuestionario que me ha entregado la recepcionista. La sala huele un poco a desinfectante. El formulario contiene preguntas sobre problemas médicos anteriores. ¿He tenido antes algún tipo de dolor? ¿Alguna vez me he desmayado? ¿Estoy deprimida? ¿Alguna vez lo he estado? ¿Alguna operación? ¿El dolor era intenso o más bien punzante? ¿Agudo o penetrante?
En las últimas dos semanas, he tenido sesiones de fisioterapia, acupuntura y masaje deportivo. En todas me han hecho rellenar cuestionarios similares y me han pedido que describa mi dolor detalladamente. Escribo con un lápiz amarillo sin punta:
Describe el dolor: está localizado en la parte baja de la espalda. Suele ser sordo e intenso, solo se vuelve agudo cuando corro.
¿Afecta a tu día a día?: sí, no me permite correr.
Justo antes de Año Nuevo, escribo febrilmente objetivos en la app de Notas del móvil. Diseño una versión mejorada de mí misma, la que me he prometido ser en 2024 (mi último año en la veintena).
Divido esos objetivos en distintas categorías: escribir, running, contenido/carrera profesional. Esto es lo que escribo en el apartado de running:
Correr 10 MARATONES ANTES DE CUMPLIR LOS 30. Eso se traduce en que tendré que correr mis tres últimos maratones este año: Londres (abril), Berlín (septiembre) y Pikes Peak (también en septiembre)
Contratar a alguien que me entrene
Volver a levantar pesas: tres veces por semana
Organizar una carrera comunitaria al mes con Fruit Gang como la que organicé antes del Maratón de Nueva York
Crear una comunidad de corredores y/o involucrarme más en la comunidad de corredores de Nueva York
Repasar esta lista de cinco elementos me ilusiona, pero también me pone algo nerviosa, claro: sé que es bastante ambiciosa. Pero el reto que supone me motiva muchísimo.
Una vez pasadas las fiestas, vuelvo a Nueva York y contrato a un entrenador. Diseñamos un plan: le hablo de los tres maratones y le explico que la carrera de Londres, la primera de todas (que es en abril, a solo cuatro meses), es la más importante para mí porque quiero batir mi marca personal.
Casi inmediatamente me envía mi plan de entrenamiento por correo electrónico. Leerlo me da vértigo, pero al mismo tiempo siento que no existen los límites: si cada día trabajo duro, dando un paso detrás de otro, todo es posible.
El segundo día del año (una mañana azul y gélida en Nueva York), voy hasta Prospect Park para completar mi primer entrenamiento, que consiste en una exhaustiva sesión de calentamiento, diez intervalos alternos de un minuto cada uno, y ejercicios de enfriamiento. Cuando me quedan más o menos dos kilómetros para acabar la carrera, mientras subo y bajo las cuestas de ese icónico circuito, noto un dolor sordo en la espalda.
Sigo a pesar de todo, porque correr consiste en gran parte en eso: en luchar contra ciertos pensamientos y sensaciones (señales físicas y emocionales) que nos dicen que paremos. Esa es una de las cosas que más me gustan de correr, cómo nos enseña a aceptar las molestias, una lección que nunca pierde vigencia. Correr nos dice que las molestias son bienvenidas porque son un indicador del cambio, de la mejora. Al final, se trata precisamente de eso: es una forma de demostrarnos que somos capaces de cambiar, de que si queremos, podemos elegir convertirnos en una versión mejor de nosotros mismos cada día.
Pero este tema nos lleva a la eterna pregunta: como corredores, ¿cuándo debemos prestar atención a las molestias que sentimos? Y la respuesta acaba convirtiéndose en una negociación complicada.
Dos semanas después de mi primera visita al Centro de Tratamiento del Dolor, vuelvo para hacerme una resonancia. La enfermera me pregunta si quiero escuchar música, pero no me apetece: estoy en uno de esos periodos de mi vida en los que la música (sea cual sea el género) me pone triste. Así que me quedo lo más quieta que puedo mientras la enorme máquina cilíndrica gira alrededor de mi cuerpo emitiendo todo tipo de sonidos.
A última hora de la tarde, recibo una llamada del médico con los resultados de la prueba: tengo una fractura de estrés del sacro, el hueso que se encuentra justo al final de la columna, entre los huesos de la cadera, y que tiene forma de triángulo invertido. Tardará entre ocho y doce semanas en curarse, y durante este tiempo tengo que tratar de evitar estar de pie siempre que sea posible.
Mi fisio me comenta que estas fracturas son cada vez más habituales entre corredores, pero no suelen diagnosticarse correctamente. Cuando la gente me pregunta qué ha pasado y si sigue en pie mi plan de correr en Londres, suelo decir que me he roto la espalda porque no todo el mundo está familiarizado con la palabra sacro. Suena innecesariamente dramático, pero es la verdad.
Cuando le cuento a mi comunidad online que tengo una lesión, recibo una avalancha de mensajes de personas que comparten conmigo sus propias experiencias y hablo con unas cuantas:
Billie corrió en Londres el año pasado, pero un mes después del maratón empezó a notar un dolor en la rodilla izquierda. Se trataba de una fractura de estrés en la parte inferior de la rótula; tuvo que llevar muletas y rodillera durante ocho semanas. Mientras se recuperaba de esta lesión, también se mudó de Boston a Nueva York. “La lesión me generó mucha ansiedad”, comenta. “Y la mudanza también fue bastante estresante. Me resultó difícil conocer gente nueva en Nueva York por el hecho de no poder correr, y me sigue resultando complicado a día de hoy”. Me dice que, cuando pueda volver a entrenar, “será más consciente de su cuerpo y lo respetará más por permitirle correr”, pero ya tiene dorsal para el Maratón de Chicago de 2024.
Natalie corrió la Grandma’s Marathon en Duluth (Minnesota) en junio de 2022, y después la Twin Cities en octubre. Nada más acabar esta última, notó un dolor en la pierna y falta de sensibilidad en el pie. Varios médicos y fisioterapeutas más tarde, descubrió que había corrido ambas carreras con un desgarro de doce centímetros en el menisco. La operaron en junio del año pasado y volvió a correr en enero. Natalie comenta que recuperarse de la lesión le ha permitido meditar sobre el dolor y la pérdida: “Es que es una pérdida”, sostiene. “Supone una pérdida de identidad, y he he tenido que lidiar con los problemas de salud mental que se derivan de ello”. Cuando le preguntó a su cirujano si podría volver a correr, este le dijo que empezara a plantearse otras distancias. “Para mí fue como un jarro de agua fría: siempre he pensado que si no corro maratones, no corro de verdad”, me cuenta. Hablamos de la falacia que esto supone, de cómo todas las distancias son válidas aunque no corras más que un minuto. Y yo le digo que quiero probar a correr en pista como aficionada cuando pueda volver a entrenar. Es innegable que esos 42 kilómetros y 195 metros son un logro considerable, pero hay muchas otras formas de retarse como runner que son igual de impresionantes o más.
Lauren, que ha sido mamá recientemente, me habla sobre su recuperación tras el parto y de cómo este ha afectado a su forma física. Justo al principio del embarazo sí corría, pero lo dejó en el primer trimestre porque su estado acentuaba un desequilibrio muscular en su pelvis. “Más fuerza, más peso, más carga”, explica. “El embarazo hizo que la lesión resultara más evidente”. Aún no ha podido volver a correr desde que tuvo a su bebé, pero está deseando poder hacerlo: “Me conformo con cinco kilómetros tres veces a la semana”. Se muestra optimista y cree que con el tiempo podrá llegar a ese punto. “Como madre, soy más consciente que nunca de lo importante que es estar sana y tener la mente despejada”. Por ahora se ha refugiado en el yoga como sustituto de las carreras y, como vive en Denver, le ha servido de mucho en los fríos meses de invierno.
Estoy en la semana nueve de mi recuperación y el tiempo empieza a mejorar en Nueva York. Ya no siento dolor al caminar. En cuanto la temperatura sube de 10 grados, me consumen la impaciencia y las ganas de correr. La lesión hace que tenga días bastante duros. Por lo general, cada vez que me da un bajón lo combato saliendo a correr, pero esa no es una opción ahora mismo. La recuperación es confusa: me pregunto constantemente si estaré haciendo demasiado o demasiado poco.
No obstante, es como si el karma estuviera preparando algo para mí: yo planifiqué un año muy ambicioso con tres maratones para alcanzar mi objetivo de correr diez antes de los 30, y el primer día, en el primer entrenamiento, el universo va y dice que no. Creo que por fin he llegado al punto de ser capaz de renunciar a este objetivo sin autocompadecerme. Pienso que siempre puedo correr diez maratones antes de los 31 o de los 32. Vale, puede que no sean cifras tan redondas, pero significará mucho más para mí cuando por fin lo consiga.
Antes de mi lesión, cumplir treinta años me resultaba abrumador, sonaba como el final de algo. Ahora, en cambio, soy capaz de ver más allá, y me embarga la emoción por todo lo que me espera en esta próxima década: aventuras, amistades, buena comida, volver a mis carreras habituales por Prospect Park y, por supuesto, el Maratón de Londres.