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Los Klecker: cuando correr es cosa de familia

Al atleta del OAC Joe Klecker, sus capacidades para correr al más alto nivel le vienen de serie. Su ambición por conquistar podios sigue los pasos de su madre y de su abuela.

Texto del equipo On. Fotografía de Colin Wong e imágenes de archivo.

Una carta fue la culpable de que Janis Klecker empezara a correr maratones. Durante sus años de estudiante en la Universidad de Wisconsin, en Madison, escribirse cartas con su madre era lo más normal del mundo. En 1978, recibió lo que, a primera vista, parecía una misiva más. Como siempre, aquellas letras hablaban del tiempo en Minnesota y resumían las novedades sobre la vida familiar y laboral de los suyos. Pero rodeadas de aquella melodía convencional, había unas líneas que desafiaban el compás: 

“Estoy pensando en prepararme un maratón. ¿Qué te parece?”.

Aquella primavera, Mae Horns, la madre de Janis, había ido a ver el Avon International Marathon que era solo para mujeres. Durante la carrera, la contagiosa energía de las corredoras que le pasaron por delante hizo que algo se le removiera por dentro. Pero ¿qué era eso del running? Aquella época fue el principio de una nueva era para este deporte. En 1972, las mujeres pudieron participar en maratones por primera vez, aunque lograr que pudieran salir a la vez que los hombres exigió una sentada en el Maratón de Nueva York. La invención del primer sujetador deportivo en 1977 también supuso un avance importante. 

En el verano de 1979, Horns hizo su primer intento con los 42,2 kilómetros en el Grandma's Marathon de Minnesota. Unos meses más tarde, una joven Janis de 19 años siguió sus pasos en el City of Lakes Marathon, ahora conocido como Twin Cities Marathon. Ninguna de las dos podía imaginar que estaban sentando las bases de lo que llegaría a ser un legado familiar. 

Los Klecker son la auténtica realeza del mundo del running. Janis llegó a competir en Barcelona en los Juegos Olímpicos de 1992. Su esposo, Barney, batió el récord mundial de los 80 kilómetros en 1980\. Y su hijo Joe Klecker, miembro del On Athletics Club, se unió a la tradición familiar al clasificarse para los Juegos de Tokio en 2021 en la prueba de los 10 000 metros. 

Cuando hablamos de pasar el relevo de una generación a otra, solemos relegar al olvido a los miembros ya retirados de la competición. Nos dejamos cegar por el brillo del potencial presente y futuro, arrastrados por el dicho popular de que “los deportistas mueren dos veces”: cuando se retiran y cuando mueren de verdad. Pero ¿y si el final de una carrera significara el renacer de otra?

Janis Klecker

Hay atletas retirados que no se parecen en nada a lo que fueron en activo. Le energía cinética que parece radiar de las figuras más reconocidas del mundo se detiene de la noche a la mañana, dejando un vacío tras de sí. Hemingway describió esta nostalgia física a la perfección en una obra sobre Fitzgerald: “...adquirió conciencia de sus dañadas alas, y de su construcción, y aprendió a pensar. Pero no pudo seguir volando. El amor a volar había desaparecido, y solo podía recordar la época en que lo había hecho sin esfuerzo alguno”. 

Al conocerla, queda claro de inmediato que a Janis Klecker no se le ha olvidado volar. Cuando hablamos con ella tiene 61 años, pero la fuerza y la energía que proyecta se transmiten incluso a través de una llamada de Zoom, y hacen que sea fácil imaginársela en el mejor momento de su carrera atlética. 

Janis Klecker fue parte de la primera cosecha de mujeres corredoras en Estados Unidos. La historia que une a las atletas actuales con las mujeres que cruzaron la meta en los Trials del maratón en 1984 (la primera carrera de élite con presencia femenina) se puede trazar en una línea recta. Janis fue una de las mujeres que participó en aquella carrera. De hecho, fue la primera de las cinco veces que se clasificó en los Trials de Estados Unidos. Con ella estaba Joan Benoit, que poco después se convertiría en una leyenda.

Escuchar a Janis describiendo esa carrera me recuerda al primer día de entreno de campo a través tras las vacaciones de verano. La mayoría de nosotros nunca llegará a ser testigo de la llegada de una nueva era como aquella, pero sí sentimos la emoción de la gloria en potencia, esa energía electrizante que desprende un irresistible aroma a esperanza, nervios y responsabilidad.

Las doscientas mujeres que aquel día tomaron la salida no corrieron solo por sus sueños; lo hicieron por los sueños de las mujeres de todo un país. Desde la más joven, como Cathy O’Brien de 16 años, hasta la más veterana, como la monja Marion Irvine que rondaba la cincuentena, todas exigieron que no se viera a las mujeres como personas débiles y frágiles, sino como lo que eran en realidad: fuertes, competentes y atléticas. Aquel día, Janis no estuvo en la cabeza de la carrera, pero logró algo aún más impresionante: abrió la puerta a una nueva era del running femenino. 

Ocho años después, corrió de nuevo en los Trials para el equipo de Estados Unidos. Habían pasado dos ciclos olímpicos y, en ese tiempo, su dedicación se había intensificado. En 1984 se había conformado con participar, pero en 1992 fue dispuesta a competir. Ese día, caía sobre Houston una lluvia fina. Janis cogió el ritmo y se mantuvo en el grupo de cabeza, pero en el kilómetro 24, mientras se acercaban al primer puesto de avituallamiento, la empujaron y se dio de bruces contra el asfalto mojado. En cuestión de segundos, los talones de sus rivales se alejaron a toda velocidad ante sus ojos.

Cathy O’Brien, la participante más joven en los Trials de 1980, la ayudó a levantarse. Tal como lo describe un artículo del NY Times sobre la carrera publicado en 1992: “O'Brien se detuvo, retrocedió, levantó a Klecker y le preguntó: ‘¿Estás bien?’. Sí que lo estaba. ‘Me sentía aturdida, pero no me había hecho daño’, afirmó Klecker”.

Juntas alcanzaron de nuevo al grupo de cabeza, momento en que O’Brien parece hacer una escapada decisiva, corriendo una milla (1,6 kilómetros) en tan solo 5:29 minutos: toda una hazaña. Pero Janis mantuvo la calma, y fue capaz de alcanzarla cuando quedaba menos de una milla para la meta. 

“Acabé como cuarta cabeza de serie. Nadie habría apostado un duro por mí en esa carrera. Me limité a correr a un ritmo eficiente y constante, y a creer que podía lograrlo. Aquel día, la fe tuvo un papel fundamental. Confié muchísimo en la fuerza que tenía para rendir al máximo”, explica Janis. 

“Cuando llegué a la línea de meta, fue increíble. Sabía que mis padres y mi marido estaban allí, la gente que me había ayudado y apoyado desde el principio \[...], que estaba rezando por mí y animándome a ser la primera en cruzar la meta. Ese era mi sueño: entrar en el equipo. Sí, entrar en el equipo olímpico”.

 Nadie habría apostado un duro por mí en esa carrera. Me limité a correr a un ritmo eficiente y constante, y a creer que podía lograrlo.

La madre de Janis, Mae Horns, era una de las que estaban allí apoyándola. Y de todas aquellas personas la que, probablemente, mejor entendiera lo que significaba aquella carrera. 

Mae Horns

No es fácil encontrar información sobre Mae Horns en internet, pero Janis la describe de manera vívida. Horns empezó a correr a los 43 años, pero enseguida se convirtió en uno de los pilares fundamentales de la comunidad de runners de Minnesota. 

Su primer maratón, en el verano de 1979, fue solo el principio. Corrió maratones por todo el país y, a menudo, Janis la acompañaba. Es fácil imaginarlas viajando y compitiendo juntas: un tándem madre-hija descubriendo este deporte con una pasión desbordante. Al principio, lo que querían era disfrutar del sencillo placer de correr, de las cenas la víspera de una competición, de los largos viajes por carretera donde hablaban durante horas y del reconfortante agotamiento que invade el cuerpo tras una carrera bien hecha. 

“Viajábamos mucho. Le decía: ‘Mamá, voy a correr una carrera femenina en Washington, D.C. ¿Te apuntas?’”.

“‘Claro que sí, me voy contigo’. Así corrimos varias carreras como equipo madre-hija. Mi madre era una buena corredora veterana. No me acuerdo bien de cuántos años tenía, pero creo que algo más de cincuenta, cuando corrió un maratón en 3:14”, cuenta Janis. 

Antes de los Trials de 1992, Horns se fue un mes entero con Janis a un campus de entrenamiento en Malibú (California). En aquella época, Janis trabajaba de dentista y tenía que sacar tiempo de donde buenamente podía.

“Fui con mi madre y nos quedamos en una casa en la playa, fue fantástico. Lo pasamos genial, pero también entrenamos mucho e hicimos muchos kilómetros. No entrenábamos juntas porque no corríamos al mismo ritmo, pero hacíamos el mismo tipo de ejercicios”.

A Janis se le iluminan los ojos hablando de aquel campus. La carrera importaba, por supuesto, pero lo que vivíamos allí, también, quizás incluso más. Los Juegos Olímpicos están envueltos en un halo de prestigio casi etéreo. Su mera existencia está definida por la exclusividad. Por el contrario, las experiencias que compartió con su madre —desde los viajes y las competiciones mano a mano hasta el campus en Malibú— transmitieron a Janis el amor por el running. Le dieron el oxígeno necesario para elevarla a lo más alto. 

Cuando Horns vio a su hija clasificarse para los Juegos en Houston, fue testigo de su triunfo, pero también del legado de su propia trayectoria como corredora. Está claro que Horns nunca tuvo las oportunidades que su talento merecía, pero los logros de Janis eran también los suyos: un homenaje a aquella carta enviada más de diez años antes. 

Casi tres décadas más tarde, Janis pudo entender lo que su madre había sentido entonces, porque su legado también había encontrado un nuevo sucesor en su hijo Joe, el último miembro de la familia en busca del sueño olímpico. 

Joe Klecker

Durante sus años en la secundaria, cinco de los seis hijos de Janis y Barney estaban en el equipo de campo a través. En aquella época, encontrarse a cinco de los retoños de los Klecker corriendo por las calles de las ciudades limítrofes de Minnetonka y Hopkins era lo más normal del mundo. Por entonces, los runners aún no lucían en la muñeca los hoy imprescindibles relojes con GPS, así que Janis tenía que preguntarles qué ruta iban a hacer y en qué sentido para poder tenerlos controlados. 

Tres de sus hijos trabajaban en una tienda de running cercana, así que en aquella familia nunca faltaron las zapatillas. No cuesta nada imaginar a cinco adolescentes, helados de frío y muertos de hambre, entrando en casa después de una sesión de running y quitándose las zapatillas en los rincones más insospechados. 

Janis no tuvo que animar a Joe y a sus hermanos para que corrieran. Mientras que su pasión por el deporte había comenzado con una carta, sus hijos crecieron en las gradas, viendo en primera persona las carreras de su padre y de su madre. ¿Qué más necesitaban para sentirse inspirados?

“La influencia que tuvo mi madre en mi vida, y su motivación, fueron un buen ejemplo. No convences a tus hijos para que corran, no los fuerzas \[…]. En mi familia, el running era parte de nuestra identidad,” me cuenta Janis. 

Y esa identidad fue la que sentó las bases, y los gélidos inviernos de Minnesota añadieron el carácter necesario para que sus hijos llegaran a lo más alto. Ningún atleta que se precie llega al podio sin salir de su zona de confort. Aunque un entorno duro no es un requisito imprescindible para triunfar, está bastante claro que los hijos de los Klecker no cometieron el error común de pensar que el triunfo sería fácil porque llevaban el running en los genes.

“No convences a tus hijos para que corran, no los fuerzas \[…]. En mi familia, el running era parte de nuestra identidad”.

Barney creció en una granja, en una familia de once miembros, por lo que se tuvo que ganar todo a pulso. Y Janis compaginaba su trabajo de dentista con su carrera atlética. No fue fácil. Además, su trayectoria estuvo marcada por las lesiones. Me cuenta que hacía aquarunning y bicicleta con Joe cuando él tenía alguna lesión en el instituto. Incluso cuando el telón caía y nadie miraba, seguían trabajando duro y no desistían de su empeño. Los retoños de los Klecker no tardaron mucho en aprender que, para ser bueno, también hay que hacer la parte menos glamurosa del trabajo. 

Cada vez que llegaba el invierno, tenían la oportunidad de recordar esa valiosa lección. 

Barney tenía una empresa de cuidado de césped y limpieza de nieve. Cada vez que nevaba, la familia entera tenía que dar el callo. Y no bastaba con una o dos horas; a veces se tiraban entre cuatro y seis, hasta las cinco de la madrugada. 

“Era un trabajo que hacíamos la familia entera —explica Janis—. Teníamos que quitar la nieve, era durísimo. Y por muy cansados que estuviéramos no podíamos parar, porque alguien tenía que hacerlo”.

Quitar nieve con una pala a medianoche no parece una actividad divertida para unir a la familia, pero compartir todos juntos esas jornadas de arduo trabajo, con los copos cayéndoles encima, se convirtió en algo muy especial.  

“Esas fueron algunas de las mejores noches que pasamos juntos \[...]. Nos poníamos a trabajar y, de repente, uno de los niños decía que no era justo, que estaba quitando más nieve que los demás, así que no siempre era todo tan amigable”, se ríe Janis. 

En el verano de 2021, en Eugene (Oregón), ese compromiso con la dedicación y el trabajo dio sus frutos para Joe, que perseguía su propio sueño olímpico. Era una jornada tórrida y el sol calentaba la pista recién renovada de Hayward Field. La prueba de los 10 000 metros es una carrera peculiar. Cuando todavía queda más de la mitad de la distancia por recorrer, ya suele estar bastante claro que la mayoría de los atletas no tienen probabilidades de ganar. La geometría de la pista actúa como un ojo gigante: cuando se abren grandes huecos entre los corredores, es imposible esconderse. Pero es raro que alguien tire la toalla; a pesar de los pesares, siguen corriendo hasta el final. Pensar en sus objetivos es razón más que suficiente para seguir dando una vuelta tras otra. 

Este tipo de prueba parece que a Joe Klecker no le va nada mal. Si echas un vistazo a su perfil de Strava, verás #KleckerMiles varias veces. Este hashtag se ha convertido en sinónimo de tenacidad y determinación en el mundo del running en Estados Unidos: correr muchos kilómetros y correrlos muy deprisa, ese es el estilo de Joe Klecker.

Cuando la campana anunció la última vuelta en Oregón, Joe estaba encajonado en quinta o sexta posición. Pero cuando los dos primeros atletas aceleraron y se separaron del grupo, salió disparado detrás de ellos. Si ves la carrera, fíjate en el momento en que los tres primeros —Woody Kincaid, Grant Fisher y Joe Klecker—entran en la recta final. Joe no puede ocultar su sorpresa cuando se da cuenta de lo que está a punto de ocurrir. Con los ojos abiertos como platos y los brazos levantados, cruza la línea de meta: acaba de clasificarse para los Juegos Olímpicos.

Aunque toda su familia lo vio desde las gradas, Janis se perdió la mayor parte de la carrera. 

“Lo paso mal viéndolo competir porque me entrego en cuerpo y alma, como si estuviera con él en la pista. Es difícil ver competir a mis hijos. Cuando Joe corrió en los Trials, vi algunas partes, pero la mayor parte del tiempo estuve rezando con la cabeza agachada. Una de mis hijas siempre dice: ‘Ya está mamá ahí atrás, rezando y moviendo la cabeza de un lado a otro’”.

“La familia entera lloró de alegría al verlo cumplir el sueño por el que tanto había trabajado. Fue increíble. Y entonces comprendí lo que debía de sentir mi madre al verme competir”.

Es significativo que Janis piense primero en su madre al hablar de la carrera de Joe en Eugene. Podría perfectamente haber pensado en ella misma, en la nostalgia y el anhelo de aquellos días de gloria, su gloria. Pero no se queda anclada en los recuerdos, porque a través de Joe, sigue añadiendo nuevos capítulos a su historia de running. 

El legado de la familia Klecker no es como el relevo de una antorcha olímpica, que pasa de generación en generación y va dejando el pasado en penumbra. Se asemeja más a una tira de luces donde cada nueva incorporación añade una bombilla. Y lo que las mantiene encendidas no es solo el éxito, aunque también cuenta; es la energía que emiten los pequeños momentos de alegría y resiliencia, de pasión y dolor que van perfilando la vida de un atleta. 

Mae Horns regaló a Janis una increíble pasión por el deporte. Barney y ella se la transmitieron a sus hijos, enseñándoles por el camino a valorar el esfuerzo y la determinación. Este regalo los ha catapultado a lo más alto del running. Y para no olvidarse de cómo se vuela, siempre tienen presente esas lecciones.