

El club de tenis Fort Greene de Brooklyn se convirtió en una pista profesional durante un día, con invitados especiales de las comunidades locales y algunas de las caras más famosas del deporte.
Texto de Megan Mandrachio. Fotografía de Jackie Lee.
En las canchas de tenis de Fort Greene, en Brooklyn, retumba la energía de los partidos en pleno apogeo. Las raquetas chocan con las pelotas en una rítmica sinfonía de golpes y chasquidos, mientras las zapatillas vuelan sobre el asfalto caliente. Si bien este club de tenis neoyorquino está acostumbrado a este ritmo de idas y venidas, ya que es un punto de encuentro los siete días de la semana, los peloteos en las pistas tienen hoy un aire distinto.
Y es que On se ha apoderado de Fort Greene, transformando cada una de las seis pistas en un escenario profesional oficiado por árbitros y acompañado por personas encargadas de las pelotas, lo que permite al jugador de a pie sentirse como si estuviera compitiendo por un título de Grand Slam en la pista central del US Open. Aquí, las fronteras entre aficionados y principiantes se disuelven, sustituidas por una pasión compartida por el juego. Hoy escribimos una carta de amor al tenis, una carta que da las gracias por jugar.
Cada año, el US Open atrae a cientos de miles de espectadores a Flushing Meadow, Queens, un parque de la ciudad que alberga el estadio Arthur Ashe, la emblemática pista principal del Centro Nacional de Tenis Billie Jean King. A lo largo de sus 150 años de historia, el tenis estadounidense ha cambiado de forma repetidamente: desde su inauguración en descampados y canchas de tierra hasta las pistas de cemento más exclusivas de los clubes de tenis, y desde el sombrío panorama de la desigualdad salarial hasta el 50 aniversario en 2023 de la paridad entre los premios masculinos y femeninos.
La accesibilidad a las pistas de tenis en el área metropolitana de Nueva York es notoriamente difícil. Los permisos, las listas de espera y un cierto ambiente de exclusividad han desanimado a menudo al tenista aficionado y dificultado la práctica de un deporte profundamente arraigado en la cultura de la ciudad. Cualquiera puede solicitar un permiso para un solo uso (15 $) o para toda la temporada (100 $), que comienza el primer sábado de abril y termina el domingo anterior a la celebración del Día de Acción de Gracias. El acceso no está garantizado, sobre todo porque las franjas horarias nocturnas y de fin de semana están muy solicitadas, pero para muchos neoyorquinos merece la pena intentarlo.
Me reúno con Hilary, Kimber y sus parejas, jugadores veteranos de Fort Greene, y con mi amigo Kai para jugar un partido de una hora. Como novata en el tenis, observo su juego mientras practico el mío, un buen método para golpear la pelota con las cuerdas y mantenerla dentro de las líneas. Me voy moviendo por la pista, atacando y defendiendo como puedo.
Sigo sus indicaciones, y cuando la pelota rebota hacia mí, cierro la puerta metafórica y gano un punto. Acto seguido recibo una ovación del espectador de la línea de banda. Su nombre es Raymond Chin, director de tenis de la Fundación de Parques Municipales y un ávido entrenador. La relación de Raymond con el tenis tuvo unos comienzos modestos. Confiesa que al principio no se atrevía a coger una raqueta, pero de algún modo llegó a las pistas convencido por el entrenador de un amigo.
Le enviaron de vuelta a casa con una raqueta prestada y dos pelotas de tenis y con instrucciones de volver en dos días. "¿Cómo sabes que volveré?", recuerda haber preguntado. "Si no vuelves en dos días", respondió el entrenador, "le echaré la culpa a un mal juicio. Pero te veré dentro de dos días". Raymond regresó, asumiendo el papel de principiante con entusiasmo. Corrió y participó en ejercicios mientras otros jugaban a dobles. Ansioso por unirse a los partidos, preguntó a su entrenador cuánto tardaría en entrar en la cancha con ellos. El entrenador le propuso un reto: golpear 10 pelotas seguidas a través de la red, dos veces.
Raymond aceptó este reto perfeccionando incansablemente su puntería y su saque hasta que pudo alcanzar su nuevo objetivo. Cuando llegó el momento de saltar a la cancha con jugadores más experimentados, la transición no fue fácil. Se enfrentó a burlas e intentos de intimidarle fuera de la pista por ser un novato. Pero estos desafíos alimentaron su determinación. Su viaje para convertirse en un jugador más fuerte continuó mientras practicaba con pelotas olvidadas en los alrededores de la pista, con la esperanza de mejorar su juego lo suficiente como para ser aceptado en un partido en las pistas limitadas. Fue un momento crucial en su vida. Raymond atribuye al tenis el mérito de haberle mantenido alejado de los problemas en Nueva York durante su juventud. "El tenis me salvó la vida".
Hoy en día, Raymond sigue aprendiendo junto con sus alumnos, cree en la adaptación de su estilo de enseñanza y se resiste a un enfoque único para todos. Esta filosofía ha influido en muchos de sus alumnos, que pasan por su programa y se quedan para enseñar, demostrando que su tutoría es un efecto dominó de conocimientos, habilidades y amor por el tenis compartidos.
Matthew Glaser, uno de esos estudiantes, descubrió cómo el tenis se convirtió en un salvavidas: "Lo conozco [a Raymond] desde que tenía nueve años. Iba a ser abogado (estudié en la Universidad de Nueva York) y estaba siguiendo unas clases de tenis. En un momento dado, Raymond me dio la oportunidad de ser director de distrito, y me dije que lo intentaría, que me dedicaría por completo al tenis y vería cómo me iba. Si no funcionaba, siempre podía seguir estudiando Derecho. El lunes cumplo treinta años y tenía veintidós cuando empecé a dar clases a tiempo completo. El tenis y Ray lo cambiaron todo".
A medida que transcurre el día en Fort Greene, otros miembros comparten conmigo sentimientos similares. El origen de cada uno de ellos varía: algunos se remontan a la tierna edad de tres años, mientras que otros se embarcaron en este viaje como adultos durante la pandemia, buscando consuelo en este deporte. El evento es un vibrante reflejo de esta diversidad, que atrae con sus raquetas a personas de todas las edades y niveles de las comunidades neoyorquinas.
En medio del intercambio de derechazos, la gente ha empezado a alinearse en las vallas con una expectación creciente y los espectadores han tomado sus posiciones estratégicas alrededor de las pistas cerradas. "Está ahí dentro", oigo mientras paso junto a una tienda con cremallera. Se ha corrido la voz de que Roger Federer ha llegado. Y bien acompañado: Iga Świątek número 1 del mundo, y Ben Shelton, la nueva estrella en ciernes, llegan a las pistas junto a uno de los mejores atletas de este deporte. El ambiente cambia cuando los miembros de la comunidad se preparan para enfrentarse a los tenistas famosos en sus pistas.
Cuando Ben golpea el primer saque, la pista se convierte en un escenario para la celebración colectiva del tenis. Con cada golpe, el público deja de ser un mar de desconocidos para convertirse en una gran familia, la gente hace muecas de dolor cuando falla un golpe, aplaude al final de un peloteo y recupera el aliento junto con los jugadores. Tenistas ordinarios y extraordinarios divididos solo por una red, pero unidos por el juego. Iga y Ben trabajan juntos, cambiando sus posiciones en la pista en un lenguaje que ambos entienden.
De los jugadores que saltan dentro y fuera de la cancha, uno destaca: Ethan, un chico de diecisiete años de Woodhaven, Queens. Tras un emocionante peloteo con sus héroes, logra ejecutar una atrevida dejada contra Shelton que queda fuera de su alcance, pero Ben acepta la derrota con una sonrisa de oreja a oreja. Ethan sale de la pista sin aliento pero eufórico. Su padre se alza al otro lado de la valla: "¡Va a ser una estrella!".
A medida que los partidos se acercan a su fin, jugadores veteranos, novatos, jóvenes y menos jóvenes se mezclan unos con otros para compartir sus anécdotas y los mejores momentos del día.
Roger Federer se acerca al micrófono con un último comentario dirigido a todos los participantes: "Bien jugado".