

Oliver Hoare lleva toda la vida persiguiendo la libertad al aire libre. Convertido en atleta olímpico, reflexiona sobre cómo las playas de su niñez forjaron al corredor que es hoy.
Texto de Cole Pressler. Fotografía de Colin Wong y del archivo familiar de los Hoare.
Cuando el atleta del On Athletics Club Olli Hoare vuelve a casa en la costa australiana, lo primero que hace es ir a la playa.
Corre por la arena, inhala el olor a sal que flota en el aire, escucha las olas romper en la orilla y deja que el sol le dore la cara. “Aprendí a nadar y a hacer surf antes que a andar”, me cuenta.
En los Millrose Games de Nueva York celebrados en febrero de 2023, mientras los clavos de sus zapatillas mordían la rígida pista en la prueba de los 1500 metros, en su mente flotaban recuerdos de una época en la que el suelo bajo sus pies estaba menos duro. Una época en la que aún vivía ajeno al óvalo infinito de la pista.
Pocas semanas antes del Campeonato Mundial de Atletismo de 2023, el australiano tuvo que poner en pausa su temporada de competición en pista debido a una hernia deportiva. Esto le brindó la oportunidad de regresar a casa con su familia en Cronulla, un precioso tramo de litoral al sur de Sídney donde comenzó su romance con el océano Pacífico y sus playas.
Pero su amor por la naturaleza no se limita a la costa. A los ocho años, su padre lo introdujo al trail running en el agreste paisaje australiano. Sin perder de vista sus pies para no tropezarse con nada, corría por el terreno ondulado mientras admiraba los waratahs, unas flores color carmesí, y se deleitaba con el dulce perfume de los zarzos dorados.
“En las áreas más arenosas del desierto, podía oler la tierra —dice Olli—. Es un aroma único, muy veraniego. Incluso en invierno, la temporada de lluvias, se huele si va a llover. Ese aspecto de correr por los senderos me divertía mucho”.
A pesar de tener que parar a recobrar el resuello tras unos pocos kilómetros, aquellas salidas fueron muy importantes durante su infancia.
Cuando tenía ocho o nueve años, probó a correr en pista de atletismo, pero no le gustó. Le pareció antinatural, un óvalo de 400 metros sin razón de ser. Antes de ser consciente de su enorme potencial en la pista, y del arte y la estrategia que conlleva esta disciplina, exprimió al máximo sus dotes de nadador.
Hasta su adolescencia, la playa fue el escenario de sus éxitos deportivos, como las competiciones de salvamento y socorrismo en las que participaba con su club local de surf. Estos eventos tan populares en Australia consisten en pruebas de natación y surf individuales y por equipos. De hecho, el formato recuerda al de las competiciones de atletismo.
Olli brillaba en las pruebas acuáticas, pero la parte que más le cautivó fue la carrera de 2 kilómetros por la playa: un sprint de ida y vuelta descalzo por la abrasadora arena.
“Hizo que me enamorara del running de otra forma —afirma—. Era muy competitivo y sentía una gran presión en las pruebas de natación y surf porque eran las más populares, pero cuando llegaba la prueba de los 2 kilómetros, ahí es cuando me lo pasaba genial”.
Correr en la arena es mucho menos rítmico que en otras superficies. “Para mí, es como correr cuesta arriba, pero los pies se quedan pegados al suelo”. Esta competición es muy dura para las piernas, ya que exige un control preciso de cuándo y dónde se colocan los pies. Por ejemplo, para tratar de aterrizar en las huellas dejadas por otras personas, aprovechando que la arena está más compacta.
También es importante decidir si vas a correr por la orilla, donde la superficie está más dura, pero el recorrido es más largo; o si, por el contrario, vas a tomar el camino más corto, donde la arena es irregular y menos firme.
“Correr sobre la arena blanda carga mucho las piernas —asegura Olli—. Hay que planificar bien la ruta de manera que se pase el menor tiempo posible en este tipo de arena, pero también hace falta una estrategia para no quedarse sin fuerzas en los últimos 100 metros”.
El truco de este joven australiano era minar los ánimos de sus competidores lo antes posible, dejándolos atrás y cruzando la línea de meta a todo gas. Y vaya si le funcionó: llegó a ganar carreras con un margen de más de 50 metros.
A los 16 años, Olli tenía en su haber dos títulos nacionales de carrera en playa. Sin duda, estaba siguiendo los pasos de su padre —ganador de dos títulos mundiales del mismo evento en años anteriores— y de su abuelo, que compitió en la década de 1950.
Han pasado varios años, pero su entrenador y sus compañeros de equipo en Cronulla, ávidos de hacerse con el título nacional para el club, le siguen pidiendo que vuelva a correr en el campeonato de carrera abierta por la playa. Olli dice que la popularidad del evento ha crecido de forma arrolladora desde que él estaba en el instituto. Ahora hay más distancias, como la carrera de 1 kilómetro y varias de relevos. Cuando le pregunto cuánto han influido sus logros en ello, el atleta olímpico se limita a especular.
Durante su niñez, correr por el campo con su padre infundió en Olli una marcada conciencia de libertad. Al ir madurando, estar al aire libre, ya fuera en la playa, en el campo o en el mar, no hizo sino afianzar ese descubrimiento infantil.
La natación y las competiciones en la playa lo ayudaron a crear un vínculo con su entorno, pero la pista de atletismo podía abrirle puertas en todo el mundo. Llevarlo a sitios que nunca soñó con visitar. E incluso a los Juegos Olímpicos.
A los 17 años, dejó los deportes acuáticos y se dedicó exclusivamente al running. Eso supuso darle la espalda a la arena y saltar a la pista.
“Correr una vuelta en la pista se me hacía eterno —me cuenta—. No sé por qué, pero me parecía más largo que los 2 kilómetros en la playa. No le encontraba sentido”.
Hasta entonces, a Olli no le había ido nada mal en la playa ni en campo a través, otra disciplina en la que ganó un título nacional. Pero, poco a poco, le fue cogiendo el gusto a la pista y empezó a orientar sus conocimientos sobre el posicionamiento de los pies en la arena hacia su nueva superficie de competición.
“En la pista, sé de manera instintiva dónde colocar los pies para no molestar a quienes corren a mi lado, y lo puedo hacer sin perder mi ritmo de zancada”, dice.
Su padre Greg dice que Olli, que ahora tiene 26 años, siempre ha sido muy disciplinado, por eso no ha tenido problemas para aprender a correr en pista. “No tiene miedo al fracaso —afirma Greg—. Siempre tiene una opinión formada, pero no le importa cambiarla cuando ve que no tiene razón”.
El poco tiempo que Olli pasó en la pista cuando era pequeño le pareció tedioso: no sabía cómo dosificar la energía ni le interesaba aprender la estrategia que requiere convertirse en un gran atleta. Cuando por fin volvió a poner un pie en la pista tras años corriendo por terrenos naturales, se dio cuenta del potencial de esta superficie. Comparado con la arena, correr aquí era más fácil y no exigía tanta energía. En la pista, todo fluía mejor. De manera más controlada.
Cuando llegó el momento de elegir una universidad, Olli fue a la de Wisconsin (EE. UU.) con una beca que cubrió todos los gastos. Cambió la playa y la brisa marina por pastizales, vaquerías y una media anual de más de 1,2 metros de nieve. El único cuerpo de agua que tenía cerca se helaba en invierno.
El plusmarquista australiano de los 1500 metros ha corrido en distintas partes del mundo en todas las superficies imaginables. Desde las tierras de cultivo de Wisconsin hasta la exuberante vegetación de St. Moritz en Suiza, donde el murmullo del agua descendiendo hacia el valle lo ha acompañado en sus carreras por el monte. Los últimos tres años los ha pasado entrenando a los pies de las Rocosas en Boulder (Colorado) con los demás miembros del equipo del OAC.
“Gracias al running, tengo la oportunidad de ver paisajes y entornos muy diversos que, de otra forma, nunca habría conocido. Es un aspecto único de este deporte”, asegura.
Cuando Olli piensa en lo que ha conseguido a través del running en los últimos ocho años, sus intensos ojos azules reflejan de inmediato la costa australiana.
Da igual si está inmerso en el circuito de carreras veraniegas en Europa o en un avión con destino a Doha para competir en una prueba de la Diamond League; su mente siempre acaba regresando a las interminables series por las dunas de arena de Cronulla y a las carreras por Grays Point rodeado de canguros, equidnas, wallabíes y serpientes. Recuerda aquellos primeros senderos que exploró con su padre tratando de no tropezarse.
Pero, sobre todo, su memoria se detiene en el mar. En la práctica de esnórquel, surf y pesca con arpón en las aguas turquesas junto a su hermano pequeño, Chris.
“Cada vez que vuelvo a casa, me paso el día en la playa o dentro del agua para compensar por el tiempo que estoy lejos de aquí —dice Olli—. El mar siempre te depara alguna sorpresa”.
Por ahora, sus energías están puestas en recuperarse y en pensar en los Juegos Olímpicos de París 2024.
Mientras tanto, aprovecha cada minuto que pasa en casa. Le pregunto qué es lo próximo que va a hacer.
“Hay un sendero de algo más de un kilómetro de arena junto a la casa de mis padres —me responde—. Si mi madre viene conmigo, puede pasear al perro mientras yo corro por la arena de la playa”.
Está claro que nunca hay que perder las buenas costumbres.