

La ultracorredora Kirra Balmanno se enfrenta al Himalaya: 55 km con 4200 m de desnivel positivo en una carrera desde la ciudad de Lukla, en Nepal, hasta el campo base del Everest.
Texto de Kirra Balmanno. Fotografía por Gabriel Tarso.
"Bistarai, bistarai".
Una frase que oirás a menudo en el Himalaya.
Los sherpas sonríen y comparten su sabiduría.
"Despacio, despacio".
Habiendo visitado Nepal para correr durante los últimos siete años, quizá sea algo que ya debería tener asumido. Pero no me gusta verme limitada por la realidad de los demás. Tengo curiosidad por ver qué es posible cada día.
La distancia de 55 km es corta desde la perspectiva de una ultrarunner, pero es la altitud lo que hace que la prueba resulte complicada.
El éxito, y la supervivencia, dependen de la reacción del cuerpo a este desnivel; es una cuestión de aclimatación. El médico del pueblo de Dingboche, a 4410 m de altitud, que me examinó mi dedo del pie congelado ya me avisó: "no es buena idea".
Todos tenemos la fuerza mental necesaria para afrontar la adversidad. Correr por el Himalaya es una poderosa lección de serenidad. Te enseña a aceptar el dolor y el placer. Correr durante mucho tiempo y a gran altura, sin ignorar ni aferrarme a ninguno de los dos, me permite alcanzar un estado de conciencia elevado: el estado de flow.
Cuando se corre a estas altitudes, el riesgo de hipotermia e hipoxia es real. El nivel de confort se va reduciendo a la misma velocidad que las moléculas de oxígeno en el aire. Y respirar se añade a la lista de dificultades, la comida se vuelve monótona y la falta de higiene en las casas de té y albergues de montaña repartidos por las rutas de trekking empieza a pasar factura. Todo el mundo comienza a sentir la falta de energía. Empiezan los habituales dolores de cabeza, las náuseas y la famosa "tos de Khumbu", llamada así por el valle que conduce al Everest y que se produce por la baja humedad y las bajas temperaturas. Aun así, me encanta.
Correr sola tiene sus ventajas: aquí no hay nadie para salvarme y las quejas son inútiles. Dejo de malgastar energía en cosas que escapan a mi control y me centro en la seguridad y la salud, y en apreciar cada momento.
Mi intención era correr desde Katmandú hasta el campo base del Everest. Si lo haces así, evitas el infame vuelo a Lukla, el "aeropuerto más peligroso del mundo". El transporte alternativo es un "divertido" trayecto de un día en jeep que lleva a los excursionistas hasta el comienzo de los senderos. Prepárate para escuchar pop nepalí durante 12 horas seguidas y ver las figuritas de Buda y Ganesh balanceándose en el salpicadero mientras el vehículo pasa a toda velocidad entre esqueletos de autobuses medio compactados. Todo esto, con vistas a un desnivel de mil metros.
Viajar a pie resultó ser igual de accidentado, empezando por una carretera de varios días sin asfaltar. Salí directamente desde Katmandú, envuelta en una nube de tráfico y contaminación. Cuando las primeras vistas del Himalaya se abrieron y flotaron como nubes en el cielo me pareció algo surrealista.
Mis planes tuvieron que cambiar a causa del peligroso tráfico y la contaminación de las carreteras. La ausencia de arcén en la carretera me dejó con la rodilla izquierda hinchada y con tiempo para meditar sobre objetivos arbitrarios que no me servían a mí ni a mi sistema respiratorio. Aún sigo oliendo el plástico quemado, meses después.
Regresé a mi Australia natal para revisar mi objetivo, recuperarme de la rodilla y airear los pulmones. Luego volví a empezar. Me encantan las montañas y es ahí donde debo correr.
Así que, en lugar de partir de Katmandú, esta vez elegí viajar desde Lukla hasta el campo base del Everest.
Mi primera expedición de running por el Himalaya empezó con una carrera en solitario por el circuito de los Annapurnas, de unos 170 km y seis días de duración, incluido el paso de Thorung La (5416 m).
Recuerdo que me pasé por el puesto de socorro de Manang (3550 m) a las tres de la tarde para escuchar la charla diaria sobre altitud que daba el médico local. No tenía experiencia previa a esas alturas y tenía mucho que aprender.
Hoy entiendo mucho mejor cómo responde mi cuerpo a los movimientos rápidos a gran altitud y qué es exactamente lo que necesito llevar para salir ilesa, y con los dedos de los pies intactos. Mi mochila es más ligera y precisa y en los senderos llevo combustible calórico: no quiero saber cuántas galletas Oreo he comido a lo largo de los años. Cada aventura se convierte en un experimento científico; se trata de modificar la experiencia para ir más rápido y volver más sana.
Besé el suelo al final de aquella primera expedición, que terminó con un emocionante vuelo de regreso a Pokhara que me hizo ver lo valioso y hermoso que es estar viva.
Nepal y sus montañas nos inyectan vitalidad al ponernos en situaciones que nos ayudan a darnos cuenta de nuestra propia mortalidad. Lo que me mantiene centrada en el momento presente son las lecciones que me enseña la altitud, la amabilidad de la gente, el enfrentarme a una posible muerte durante los precarios vuelos de montaña y evitar a duras penas la hipotermia.
Katmandú es un microcosmos lleno de color que satura los sentidos. Al salir del hotel, me sumerjo en una melodía de bocinazos mientras el tráfico me roza la piel. Esquivo a un perro que duerme en medio de la calle y un hombre intenta venderme una flauta por quinta vez cuando vuelvo a pasar por su lado. Mientras, las banderas de oración flotan meditativas en el viento, ajenas al caos que se desata debajo de ellas.
Una intensa mezcla de incienso, humo y polvo espesa el aire, golpea mis fosas nasales y de una sola bocanada consigue recubrir toda mi garganta. Paso junto a hileras de especias y montones de caléndulas que bordean la calle. Distraída por unos monjes recitando sus oraciones, no veo a un mono que salta de un árbol a un templo por encima de mi cabeza, logro esquivarlo de milagro.
Tras abastecerme de barritas Snickers de emergencia, elijo mi medio de transporte a Lukla.
Al aterrizar, el caos se disipa y una enorme paz reverbera por todo mi cuerpo. Los búfalos son sustituidos por yaks, la basura por nieve y el denso calor por un frío punzante. La ansiedad se transforma en sano entusiasmo por la aventura que se avecina. Llegar a la cumbre del Everest, hacer el trekking a Gokyo Ri o completar la ruta de Lukla al campo base del Everest: sea cual sea tu objetivo, te doy la bienvenida a la puerta del Himalaya.
El día D: 5:00 de la mañana. Me siento en la mesa vacía del Khumbu Resort en Lukla mientras me tomo un café solo. Mi pie da golpecitos al ritmo de Fred Again con la mirada puesta en el emocionante día que me espera.
A diferencia de la mayoría de mis carreras desde las casas de té de Nepal, esta iba a ser un verdadero esfuerzo. Me propongo "simplemente intentarlo" y dejar de lado mi perfeccionismo.
Avanzo rápido hasta Gorak Shep. Tras recorrer los 55 km de la ruta, me siento en la casa de té con la cabeza entre las manos enguantadas. Estoy a 5164 m sobre el nivel del mar y a solo 5 km del campo base del Everest.
Consciente de que el corazón me late ahora en la garganta, me acomodo en mi asiento, apoyada contra un armario lleno de Pringles, con la mirada perdida en el suelo. Mi corazón late rápidamente durante un tiempo sospechoso, incluso ahora, mientras paro y desisto.
Un ángel metafórico en un hombro me empuja a seguir explorando mis límites y llegar hasta "la famosa roca" en el campo base del Everest.
El ángel que tengo en el otro hombro se preocupa más por mí. Me recuerda los peligros de la altitud: es normal tardar unas horas en recuperarse cuando se persigue un ascenso tan rápido. Estoy de acuerdo con el primer ángel, pero gana el segundo.
Trescientos metros de desnivel por una morrena con pendiente gradual se antojan tan cercanos para la mente y tan lejanos para el cuerpo. La temperatura exterior es de -14 °C, la interior de -13 °C. Son las 6 de la tarde.
Cada vez que mi mente motiva a mi cuerpo a levantarse, vuelvo a sentir la taquipnea, una respiración acelerada y superficial, e inhalo como un pez que ha sido sacado del agua. Tiene sentido aquí arriba, con un 44% menos de oxígeno en el aire que a nivel del mar y un cuerpo que lleva esforzándose todo el día.
Vuelvo a comprobar mi nivel de oxígeno en sangre (SpO2) con un pulsioxímetro. Sigue bajando, 84%, ahora 70%.
El SpO2 puede seguir bajando durante unas horas después de parar la actividad, como en mi caso. Estos niveles hacen peligroso continuar, teniendo en cuenta las náuseas y el aturdimiento que siento. Doy gracias por conocerme lo suficientemente bien en estas condiciones como para forzar al máximo mis límites.
En ese momento, en Gorak Shep, decido parar. Al fin y al cabo, la lista de reproducción de 12 horas The Push (el empujón) que me hicieron mis amigos seguirá ahí mañana. Paro el GPS. Está decidido, me quedo aquí a pasar la noche.
Estoy feliz, feliz de haber encontrado mi límite y, a pesar de todas las sensaciones desagradables de mi cuerpo, me siento realmente viva. Menudo viaje.
Tras una noche fría y sin pegar ojo en Gorak Shep, me concentro en poner un pie delante del otro, despacio, despacio, hasta llegar a la roca del campo base del Everest. La sensación de mal de altura sigue presente junto con un inmenso asombro: al estar rodeada de grandiosos picos cada vez me siento más pequeña.